Hay artistas que, a pesar de haber alcanzado hace tiempo la madurez creativa, de haber encontrado su modo específico y peculiar de expresión, incluso de estar ya en condiciones de poder ser llamados “grandes”, sin embargo parece que precisaran un añadido respaldo desde formas o soportes diversos de su hábitat natural, no como muestra de sus posibles carencias, sino como complemento y ayuda para penetrar más plenamente la riqueza y vastedad de sus proposiciones. Ante tales sensibilidades, el espectador atento se topa siempre con la urgente necesidad de saber; es impelido para la amplitud del conocimiento. Wim Wenders (Düsseldorf, 1945) es uno de estos espíritus referenciales.

Trece años después de su publicación original en Alemania, Paidós edita en español –con impecables trabajos del diseñador Mario Eskenazi y del traductor Héctor Piquer–, este variopinto compendio de textos del artista alemán. Así, se ofrecen conferencias pronunciadas en Tokio para un festival de cine y un congreso de arquitectos, escritos promocionales de algunas de sus películas, impresiones personales acerca del diseñador de moda japonés Yohji Yamamoto –a quien dedicó el documental monográfico Apuntes sobre vestidos y ciudades (Notebook on Cities and Clothes, 1989)– y escritos para catálogos de exposiciones de pintura y fotografía. Pero como principal aportación al aludido reconocimiento, sin duda se encuentra el amplio elenco de entrevistas, en las que Wenders –enamorado director de cine, fotógrafo apasionado, pintor frustrado…–, a falta de un explícito corpus teórico propio, expone detenida y detalladamente sus concepciones en torno a su profesión.

Para ello, y como no podía ser de otra manera, habla de sí mismo; de la influencia de su familia –especialmente de su padre–, de la medicina, la filosofía y la pintura como sus grandes y fallidas vocaciones, previas a la cinematográfica; de los idealistas años en la comuna sesentayochista persiguiendo la utopía, de la loca deriva hacia el terrorismo por tantos de aquellos de su generación, de los tiempos parisinos encerrado durante días viendo películas en la Filmoteca Francesa, o del breve período en que ejerció la crítica cinematográfica para la prensa alemana –Filmkritik , Süddeutsche Zeitung, etc.-, hasta decidirse por los estudios de cine en Munich.

A pesar de que la edición original en alemán corresponde al año 1992 –con declaraciones recogidas entre 1987 y 1991–, y puesto que cabría acusar excesivamente la huella del paso del tiempo, dada la acumulación posterior de obras y la lógica evolución de su arte, sorprende por el contrario la plena actualidad de los juicios, temas, planteamientos y preocupaciones, manifestados en unas extraordinarias entrevistas concedidas a periodistas principalmente germanos, con el prestigioso Wolfram Schütte a la cabeza.

El interés fundamental de la mayor parte de estas conversaciones reside, clara y precisamente, en sus manifestaciones como director de cine, más centradas en los porqués y para qués de su tarea, que en –aun sin olvidarlos–, los cómos. Motivaciones, razones de ser focalizadas obviamente sobre su propia trayectoria y el análisis detallado de su filmografía –desde los cuadros filmados de los inicios, hasta la vanguardista ficción futurista de Hasta el fin del mundo (Until the End of the World , 1991)–, pero también acerca de sus juicios y opiniones sobre ilustres colegas, cristalizados en ideas de enorme interés en torno, entre otros, a Tarkovski, Antonioni, Ozu – “paraíso perdido del oficio de cineasta” , según el propio Wenders–, con especial detenimiento en la fecunda relación con un terminal Nicholas Ray, con quien contó como actor en El amigo americano (Der Amerikanische freund, 1976) y en la película documental, Relámpago sobre el agua (Lightning over Water, 1980). Mención aparte, no obstante, merecen la conversación que mantiene con Jean-Luc Godard y el texto escrito para una retrospectiva sobre Rainer Werner Fassbinder, ambos con capítulo propio.

También cuentan con un espacio los problemas, filias y fobias exclusivos del Wim Wenders director de cine, repartidos a lo largo de las fases de la producción, a saber: el guión, las localizaciones, la selección de reparto, la elección de la banda sonora, el rodaje, el montaje…, pero especialmente, los criterios y razones que le hacen permanecer en la resistencia como productor independiente: no en vano, confía sin dudar que sus peores experiencias como cineasta fueron precisamente aquéllas en las que trabajó por encargo para unos grandes estudios norteamericanos. Problemas todos ellos expuestos con una sincera generosidad, sin acritud ni beligerancia, circunstancia que contribuye a acrecentar su amable imagen de intelectual accesible y reflexivo, siempre digno de ser escuchado, siempre interesante.

 

Por supuesto también es abordado ese problema llamado “cine europeo”, el cual, a casi quince años vista de las conversaciones recogidas, continúa existiendo como una agravada incógnita sin despejar –aunque ya en aquellos tiempos contara con Wenders como uno de sus acérrimos defensores, a la sazón principal impulsor de la Academia Europea del Cine–. Aparte, las constantes wendersianas: la ciudad contemporánea, casi tratada como ente vivo, independiente y autónomo; un espacio humanizado, sobreabundante de vida aparente, pleno de forma y dinamismo, aunque paradójico en su creciente deshumanización e irracionalidad, por falto de pureza y esencia, de espiritualidad, y por tanto, impersonal. Y en contraposición, el desierto, como antítesis de aquélla, y con el vacío como elemento constitutivo de esos mismos sentido y esencialidad, como factor verdaderamente humanizador.

Además no podía faltar la referencia a la infancia, vista por Wenders como refugio, reserva, santuario de la inocencia; un bien tanto más necesario cuanto más escaso, sobradamente conocido por nuestro autor, en la medida en que fue fuente de felicidad personal, y que ha ido quedando plasmado insistentemente a lo largo de su obra. O qué decir del viaje, con la road movie como su mejor expresión cinematográfica. Para nuestro autor, el viaje siempre entraña la doble dimensión espacial –física– y temporal: un viaje siempre es un movimiento en el tiempo, o, dicho de otro modo, en el desplazamiento espacial es posible experimentar el transcurrir de los tiempos real, histórico, e incluso onírico, cuestión para la que testimonia de primera mano sobre los enormes contrastes contemplados entre las dos Alemanias durante sus desplazamientos, y de aquéllas respecto de otros países como por ejemplo, Japón.

Sin embargo, las principales aportaciones que confieren cierta unidad al conjunto –incluido lo dicho hasta ahora–, quizá vengan dadas desde la propia mirada atenta de nuestro autor a la filología alemana, en la medida en que iluminadoras de la explicación de su labor. Así, la clara división que Wim Wenders establece entre “pensar” y “ver”, confesándose –paradójicamente– más partidario de esta última facultad, ya que, según él, el sinónimo alemán de ver, wahrnehmen (“percibir”), contiene la palabra wahr, que significa “verdadero”, dando a entender que, para él, (…), la visión incluye la verdad en estado latente, más que el pensamiento, donde te puedes extraviar mucho más, donde te puedes alejar del mundo. Ver es sumergirse en el mundo, mientras que pensar siempre es distanciarse” (p.61).

Del mismo modo, aunque de manera más recurrente, einstellung. Un vocablo que atesora significados tan diversos a priori como “plano (cinematográfico)” y “actitud”, pero que el propio arte cinematográfico posibilita unir íntimamente. Otro mero hallazgo filológico que sirve a Wenders para definir sintéticamente su filosofía artística, desvelando toda una concepción de la indisoluble comunión entre ética y estética: “(…) todo acto fotográfico o fílmico documenta todo lo que entra en el plano. Pero (…) también documenta lo que sucede detrás de la cámara (…). Las fotografías son también un documento del talante con que el fotógrafo o el director de cine han visto algo. (…) En cine, un einstellung [un plano] es lo que hay dentro de un encuadre (…). Pero (…), también es lo que hay fuera del encuadre, es decir, la einstellung [actitud] interior del cineasta respecto de una cuestión” (p.164).

Atento en este extremo, aunque implícitamente, a la herencia legada por los realizadores de la Nouvelle Vague, por tanto quizá sea esta última una aportación nada novedosa, pero sí indudablemente audaz para los tiempos despojados de personal honradez y rigor que corren. Papel decisivo juega en ello el protagonismo de la, en aquellos momentos, naciente tecnología digital audiovisual, y por extensión, de lo concerniente al futuro de la interrelación entre realidad, imagen y verdad. No en vano, el libro viene precedido por una cita de Paul Klee, que apunta directamente a este tema.

Concluyendo, la coherencia del pensamiento wendersiano resulta en todos estos extremos modélica, ya que, tratándose de declaraciones de hace casi 15 años, permanecen validadas por su obra posterior y, a la espera del estreno de Don´t Come Knocking, actualizadas casi a la letra por su penúltima obra, Tierra de abundancia (Land of Plenty, 2004).

En definitiva, un libro imprescindible para conocer, valorar y comprender mejor a uno de los grandes cineastas contemporáneos, que, junto a Erice, Angelopoulos, Oliveira, Kaurismäki, Tavernier, Kiarostami…, han hecho de la mera coherencia y la fidelidad a sí mismos la mejor resistencia a la despersonalización global, y de la superación artística –personal–, su modélica actitud vital.

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