SOMBRAS ASESINAS

Desde hace meses, dos poetas de la imagen nos están permitiendo adentrarnos en un mundo de contemplación y silencio, con una propuesta audaz y del todo innovadora. Nos referimos a Víctor Erice y a Abbas Kiarostami que, en una Exposición que ha recorrido Barcelona, Madrid y que terminará en París, establecen una correspondencia fílmica con la que abren al cinéfilo y al curioso su mundo interior, con sus inquietudes, aspiraciones y frustraciones. Lección de buen cine y también de saber mirar, sin prisas y con exquisita sensibilidad, dejando que la imagen remanse en el alma y la empape con una ficción que se confunde con la realidad, a la vez que en un intento por recuperar la mirada pura e inocente del niño. Cada una de las muestras ofrecidas es una verdadera joya, pero aquí nos detendremos en el inédito documental de Erice La morte rouge , auténtica confesión de unos miedos infantiles que volcaría en sus películas, y también de un deseo de retorno a los orígenes del lenguaje cinematográfico. En ese trabajo da cuenta del profundo impacto causado por la primera película que vio un niño de cinco años llamado Víctor. La cinta se titulaba La Garra Escarlata (Roy William Nelly, 1946), y supuso para la criatura el descubrimiento de la muerte violenta, a través de la imagen de un cartero asesino que amenazaba a su víctima con el instrumento del crimen; grabada en su imaginario de niño, esa escena le atormentaría noche tras noche, trasformando las sombras que penetraban en su oscura habitación en figuras de un cartero-asesino que le perseguía, y ante el que procuraba hacerse el dormido para que pasase de largo. Evoca también Erice cómo aquel niño se extrañaba de que, en la sala del Kursaal donostiarra, los espectadores adultos mirasen sin parpadear aquellas secuencias, como si hubiese un pacto secreto que les permitía mirar sin que les afectase, pacto que él desconocía; y concluye cómo de esta manera la ficción habría generado un agujero en la realidad del niño por el que se había ido la inocencia más inofensiva, provocando una herida que otras películas habían de restañar con el tiempo.

Sentidas confidencias y profundas reflexiones sobre la naturaleza del cine y de la persona, que reflejan cómo realidad y ficción nutren el imaginario del espectador para que después cree su propio mundo, y cómo una y otra van delimitando sus dominios conforme el juicio y la madurez ganan terreno. No están, sin embargo, marcadas a fuego esas lindes, y los cineastas son los primeros que, con puestas en escena alejadas del artificio o mediante una planificación transparente, intentan recoger lo que la realidad enseña, en su afán por llegar al espectador. Tampoco éste queda siempre libre de esa síntesis un tanto ambigua o esquizofrénica que la pantalla procura, donde personajes aspiran a convertirse en personas, y quien se sienta en la butaca inconscientemente busca identificarse con ellos, evadirse de su rutina diaria o tener nuevas experiencias y sensaciones; como la protagonista de La rosa púrpura de El Cairo, acude a la sala con el deseo de otra realidad más placentera y afectuosa, o aprovecha la compañía de superhombres sin reparos para liberar tensiones y descargar su ira en enemigos indefensos, o aspira a mundos esotéricos que llenen su vacío existencial y la necesidad de creer en algo. Nadie se salva, en definitiva, de la tentación de ser creador de realidades y de vivir de ellas, cuando las presentes no satisfacen o cuando se pretende reflejar las injusticias de nuestro mundo. Una convivencia de ficción y realidad en que los sueños de Hollywood –o los del cine europeo, pues estamos en un mundo uniformado y con alarmante pérdida de identidad– corren el peligro de trasformarse en pesadillas personales, y las pulsiones más primitivas del individuo se hacen presentes en la pantalla como una prolongación de la vida. Desde esta perspectiva, el verdadero cineasta sentirá la necesidad de una ética en su mirada para plantearse si cualquier género de violencia debe mostrarse, si la imagen proyectada puede inducir al espectador a una actitud poco cívica fuera de la sala, y si es suficiente con preservar al niño-adolescente de su visión.

 

PERVERSIONES REALES Y FINGIDAS

No son cuestiones fáciles de resolver, pues nos movemos entre la responsabilidad del cineasta de mostrar al hombre y a la sociedad con autenticidad –en verdad y libertad, sin censuras impuestas– y denunciar los abusos cometidos, y aquélla otra que deriva de no degradar al individuo alimentando los instintos más básicos o dando aire que propague un incendio de violencia y deshumanización. Román Gubern habla de una perversión óptica que busca impactar al espectador más que sensibilizarle ante los problemas sociales, y del formidable negocio que se ha formado en torno a la explotación de esa curiosidad natural llevada a unas cuotas insaciables de morbo y sadismo enfermizo. Vemos cómo, con el tiempo, las transgresiones se reciclan para hacerse más explícitas y macabras, se busca generar sensaciones verosímiles mediante una mayor crudeza que logre impresionar al consumidor de imágenes, quien cada vez requerirá mayores dosis que le exciten y calmen su ansiedad.

 

En esta espiral, nadie duda que hay “grupos de riesgo” más vulnerables y proclives a sufrir una incitación a comportamientos violentos: menores, psicópatas y gentes sin personalidad estructurada son terreno abonado para que se incuben tendencias bárbaras y anti-sociales, y resulta incuestionable que de alguna manera habrá que preservarles de ese empujón al vacío. A la vez, se puede establecer otro “grupo de analistas”, capaces de distanciarse del bombardeo icónico y adoptar actitudes de estudio y reflexión, propias del erudito y de quien críticamente analiza su objeto de estudio: en principio, éstos dispondrían de su propia vacuna anti-deshumanizadora. Por último, entre ambos podríamos situar al espectador medio, que acude al cine a pasar el rato, ver algo que le haga sentir emociones, o descubrir una buena película que le ilustre sobre alguna realidad social, histórica o de otra índole. Para este “grupo mayoritario” es para quien el director-productor debería plantearse su propio código ético, en el que valorase las posibles repercusiones de lo que su cámara recogerá, con la honradez de quien se sirve del cine para hacer una sociedad y un hombre más justos, aunque eso suponga un menor beneficio económico: quizá una utopía en tiempos de mercantilismo, pero por la que hay luchar para evitar quejas lastimeras e hipócritas cuando la realidad se acaba imponiendo.

También podemos cuestionarnos si una presencia desaforada de violencia en la pantalla no acabará por pasar factura en la vida cotidiana de esas personas equilibradas y normales; si imágenes alentadas por el odio, la venganza o una justicia sin perdón no fomentarán una predisposición donde reine la frialdad, el escepticismo o la indiferencia en la convivencia; si no le empujarán a posiciones poco recomendables, en las que el fin justifique los medios, la autoridad se ejerza de un modo arbitrario y déspota, o el miedo se convierta en vehículo para el dominio y control del entorno. Con la sofisticación del lenguaje de la imagen y su capacidad de persuasión, resulta un tanto iluso minimizar su influencia directa o por ósmosis , y se hace necesaria cierta prevención para no llegar a esa perversión óptica que acabaría en el embrutecimiento, vaciedad o pérdida de dignidad del sujeto-objeto en cuestión.

 

UNA REALIDAD BIEN VESTIDA

Como ha señalado Carlos F. Heredero, la evolución de la representación de la violencia está en relación íntima con la percepción de la realidad. Y así, la reflejada en los westerns de Peckinpah distaría mucho de la mostrada en Matrix por los hermanos Wachowski, donde lo virtual se convierte en un sucedáneo de lo real a partir de unos nuevos códigos de simulación. Esa misma explosión de violencia, desligada de un dolor que ya no aparece, sería la cultivada por Tarantino y sus seguidores, más preocupados por llevar a la exageración unos arquetipos fácilmente identificables o por plasmar las viñetas del cómic en la pantalla que por mostrar sangre real. Sin embargo, ese expresionismo de la violencia también habría proliferado en estos últimos años bajo formas más obscenas y brutales, dispuestas a excitar a un público saturado de emociones fuertes que exigen otras mayores, hasta impregnar todos los ámbitos –el personal y sexual, familiar o social– de manera explícita o soterrada, y sin dejar lugar a la reflexión moral.

 

Ante tal avalancha y gula de violencia parece necesaria, como decíamos, una mirada ética de la realidad cinematográfica, que aspire a elaborar una estética de la energía creadora frente a otra rompedora y transgresora cargada de agresividad, como ha defendido José Antonio Marina. Sería una mirada profunda y honrada capaz de recoger en imágenes y explicar ese malestar interior del individuo posmoderno, para relacionarlo después con la corriente subterránea de violencia social que acaba aflorando en la calle, en el lugar de trabajo o en el campo de combate. Sería una mirada artística y responsable que sepa “provocar simulacros estéticos a partir de emociones reales”, sin prescindir de formas destinadas a impedir el impacto directo del contenido en el espectador, a hacerlo más humano y atractivo; el arte de la elipsis para sugerir sin mostrar, el juego del fuera de campo o la expresividad que esconde el mismo silencio serían alternativas a una explicitud que unas veces resulta desagradable y siempre un insulto a la inteligencia del espectador. Sería, por último, una mirada valiente dispuesta a no ir a remolque de los tiempos y modas, a no dar irresponsablemente al público sólo lo que pide y para lo que está dispuesto a pagar una entrada. Serían las miradas de Clint Eastwood en Mystic River, de Gus Van Sant en Elephant o de Lars Von Trier en Dogville, por citar tres obras maestras.

 

MIRADAS EN OFF

En ese intento del cineasta por capturar la realidad desde el compromiso ético y social, hay ocasiones en que la mirada de la cámara sentiría la necesidad de ausentarse de la escena, de desviarse para no interferir ni desvirtuar su esencia y su verdad. Unas veces lo exigiría la naturaleza misma de lo representado, otras la propia dignidad del director o el respeto del espectador, y siempre la búsqueda artística en un ejercicio inteligente del lenguaje cinematográfico. Así lo han entendido los grandes cineastas, aquéllos que han reflexionado sobre la realidad humana y moral que se esconde tras cada plano, tras cada movimiento de cámara. Lo decía Rossellini con su búsqueda de lo auténticamente humano en el escenario de la calle, lo recogía Godard con su célebre frase de que “un travelling es una cuestión moral”, y lo había fundamentado ontológicamente el teórico francés André Bazin, entre otros.

Recientemente hemos podido ver ejemplos paradigmáticos de esa postura ética ante una realidad que debe quedar vedada al ojo indiscreto de la cámara. Tres directores de prestigio lo reflejan en sus últimas películas, con escenas cargadas de significado e interesantes declaraciones. Lo hace Olivier Hirschbiegel con la polémica El hundimiento , lo repite el también alemán Werner Herzog con ocasión del documental Grizzly Man , y acabamos de verlo en la controvertida United 93 de Paul Greengrass. Todos ellos muestran dramas personales y colectivos, con una puesta en escena realista y algunos momentos brutales, pero también con una sensibilidad que les lleva a sustraer instantes de especial gravedad de la curiosidad de voyeur morboso, a renunciar al espectáculo de quien busca el éxito a cualquier precio, y a tratar al espectador como un ser inteligente al que no pretende manipular con recursos fáciles.

 

En la secuencia final de El hundimiento , vemos cómo Marta Goebbels envenena a sus hijos ante la perspectiva de un mundo sin nacional-socialismo, para después suicidarse ella junto a su marido. Posteriormente, en ese momento de desesperanza y naufragio, el director narra los últimos instantes de Hitler y Eva Braun: les acompaña hasta el patio del bunker, y entonces el objetivo se retira dejando en fuera de campo a la pareja protagonista, dispuesta a terminar con sus vidas. Hirschbiegel no ha querido recoger la muerte del dictador, a pesar de que antes no ha tenido ningún rubor en mostrar con crudeza la de otros individuos. Aunque su intención fuese reflejar la monstruosidad en que había degenerado un dictador que era humano, Wenders le ha criticado que, con ese trato diferenciador e incoherente que la cámara le concede, lo que se consigue es una mitificación de un dictador cuyo cadáver no es visto por el espectador. Sea como fuere, las posturas de ambos directores alemanes responden a una actitud ética de lo que se debe o no mostrar, conocedores de las posibilidades y responsabilidades que encierra el lenguaje cinematográfico. Uno y otro son conscientes de que el espectador saldrá de la sala con unas impresiones que sutilmente condicionarán su forma de pensar e incluso de vivir y de que, por tanto, su tarea creativa como cineastas debe buscar la veracidad de lo mostrado para conducirle a posturas de respeto y dignidad –en este caso alejadas de la intolerancia y salvajismo nazi.

 

Por su parte, el autor de Aguirre, la cólera de Dios nos ha dejado un falso documental sobre los últimos días de Timothy Treadwell, ecologista radical que convivió durante trece veranos con los osos Grizzly de la reserva de Katmai en Alaska, hasta que el instinto de supervivencia de éstos acabó con su vida. Se trata de otro drama con la muerte a las puertas, también con un personaje desequilibrado y con otro director alemán dispuesto a indagar en la naturaleza humana –que le interesa más que la del oso asesino– y en cómo la locura y fantasía de grandeza del protagonista acaban irremediablemente por devorarle. Apoyado en imágenes filmadas por el propio Treadwell y por testimonios de quienes le conocieron de cerca, Herzog refleja su perturbado y utópico sentido de la realidad, sus pretendidas relaciones de amistad con los feroces osos y la propia puesta en escena hollywoodiense que hace de sí mismo. Sabemos que el ataque del oso no quedó recogido porque la lente de su cámara estaba cubierta por la tapa, pero también que sí quedó grabado el audio de ese trágico momento, que Herzog pudo escuchar. En la propia película, el director evoca cómo el joven americano y su acompañante debieron ser decapitados y devorados tras una lucha inútil, y cómo aconseja a la destinataria de la cinta que la destruya sin llegar a oírla. Con la prensa, ha justificado su decisión de no compartir esa experiencia con el público, argumentando que “la muerte es un acto muy privado en el que la dignidad de la víctima debe ser preservada”. De nuevo, razones éticas para dilucidar lo que puede ser mostrado o no, en señal de respeto hacia la persona biografiada y también hacia quien asiste a la proyección. Herzog actúa con la honradez de quien entiende que no todo lo posible es ético, asumiendo que su tarea es mostrar la verdad de la realidad siempre que ésta no se vuelva contra la persona, y sabedor de que hay circunstancias íntimas que no deben ser expuestas al exterior sin que ello suponga una traición a su naturaleza privada.

De nuevo la violencia es la protagonista en el film del británico Paul Greengrass, quien en United 93 reconstruye los sucesos del 11 de septiembre, dando prioridad al avión secuestrado que no alcanzó el objetivo terrorista gracias al heroísmo de sus pasajeros. Con un hiperrealismo documental, rodado en tiempo real sin actores de renombre, y alejado del espectáculo lacrimógeno y de la retórica política, el director de Domingo sangriento no deja de mostrar el pánico de unos y el salvajismo de otros, con sus momentos duros y cruentos, y sin embargo ciega con un plano en negro el instante en que el avión se va a estrellar contra el suelo. Según sus propias declaraciones, tiene claro que no debe mostrar un final trágico por respeto a las víctimas, a la vez que encuentra en esa elipsis el modo de golpear la conciencia del espectador y dejarle pegado a la butaca: ante él se abre un vacío en negro seguido de los títulos de crédito, algo que le permite reflexionar sobre el camino que nos ha llevado a una situación tan extrema y desasosegante. Como en los casos anteriores, un recurso del lenguaje del cine permite tratar realidades sociales con una mirada llena de expresividad, dignidad y sentido crítico.

Son miradas libres de censuras ideológicas o económicas que conocen los límites que la realidad impone. Directores que trabajan con rigor y sensibilidad cinematográfica, que entienden la dimensión social y humana del cine, y que por eso luchan por despertar a un espectador quizá adormecido por la cultura de bienestar y de pensamiento único. Humanistas que aspiran a buscar la verdad de nuestro tiempo a través de la imagen, aunque en ocasiones eso suponga dejarla en off y perder tirón en la taquilla.