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ROSSELLINI, LA MIRADA HONESTA DE UN HUMANISTA

Este año también hemos celebrado el centenario del nacimiento de Roberto Rossellini (1906-1977), otro de los grandes de la historia del cine y de la comunicación audiovisual. Pionero del neorrealismo italiano con su célebre Roma, città aperta (1945), famoso por su matrimonio con Ingrid Bergman y revolucionario por su concepción didáctica de la televisión. Entre otros aspectos destacables, quizá sea la honestidad el rasgo más sobresaliente de alguien que confió en el hombre y que buscó la verdad por encima de todo.

Procedente de una familia acomodada, el cine se convirtió para el autor de Germania, anno zero (1947), en instrumento para acercarse a la realidad de una manera respetuosa y humilde, para intentar capturar la verdad que la vida encierra, y para ayudar al espectador a ser mejor persona. El sentido social y humanista que otorgaba a la imagen y su independencia ideológica le convirtió en un director respetado –aunque también criticado, al evolucionar en su particular búsqueda–, siempre en vanguardia y buscando recoger aquello que pudiese dignificar la mirada del hombre.

En sus primeras cintas neorrealistas ya se acercó a la realidad de la calle y miró al individuo en su lucha por la supervivencia. Pero no se conformó con la sola constatación de las carencias materiales de toda posguerra, sino que buscó adentrarse en un mundo interior que hablase al espectador de otra realidad espiritual que se escondía tras lo aparente (véase Stromboli, 1949), y hacer retratos humanos del amor y el desengaño, de la fe y la esperanza, del miedo y la soledad. Su esfuerzo por profundizar en la verdad de la vida y descubrir la dignidad del hombre le granjeó críticas del sector comunista, aunque tampoco le faltaron en otro momento las de la Democracia Cristiana italiana. Sin embargo, a Roberto Rossellini no le interesaba crear una realidad según sus presupuestos ideológicos:

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rechazaba cualquier manipulación de la imagen –ya fuese por la dramaturgia, el montaje o la construcción de un discurso cerrado– y defendió la libertad de una mirada limpia, puesta al servicio de un espectador que debería encontrar en el cine o en la televisión un lugar de aprendizaje, un cauce de enriquecimiento personal con ideas que le ayudasen a vivir. De ahí su negativa a encorsetarse en modelos industriales, a generar productos de entretenimiento o que primasen las formas estéticas sobre los contenidos.

En ese empeño por la libertad creativa, Rossellini chocó con una industria cada vez más orientada hacia el beneficio de la taquilla, desinteresada por otros aspectos más humanistas y morales. Se había desvanecido su sueño de volver al cine de los hermanos Lumière, cuando se respetaba la realidad y el espectador se preguntaba asombrado sobre la verdad de lo que veía: “el cine ha muerto” declaró, y no le faltaba razón..., excepción hecha de algunos “cineastas de la resistencia” como Rohmer, Wenders, Erice, Moretti, Amelio, o Kiarostami, por ejemplo. Por eso, a finales de los años 50 encontró en la televisión el lugar donde seguir experimentado en el lenguaje de la imagen, fiel a su perspectiva ética. Pero el director de Viaggio in Italia (1954) se equivocaba en la continuación de su proclama –“¡Viva la televisión!”-, y aún debía sufrir un nuevo desencanto al ver cómo se frustraba su intento por convertir el medio televisivo en una plataforma enciclopédica –a través de un gran proyecto educativo para la RAI–. Si el cine había mirado hacia el espectáculo, la pequeña pantalla lo hacía hacia el entretenimiento fácil: ambas habían optado mayoritariamente por la imagen vacía, por la forma estilizada y por los efectos especiales, por la evasión y la acción. Lejos quedaba la concepción didáctico-divulgativa de esos medios de comunicación, y también el mismo hombre como eje central a cuyo servicio debía colocarse la imagen.

Con todo lo anterior, resulta hoy muy apropiado este recuerdo del maestro italiano, y no sólo por la onomástica de su nacimiento sino por la creciente carencia de interés que suscitan cine y televisión: manipulación de los sentimientos y falseamiento de la verdad, provocación y trasgresión sin asomo de ética alguna, búsqueda trepidante de nuevas sensaciones a través del terror, la violencia o el sexo, y apuesta por un entretenimiento vacuo cuando no soez. Con estos mimbres que apuntan exclusivamente al mercado se construye hoy gran parte de la producción audiovisual y cinematográfica, alimento para una juventud –principal consumidor– que mira acríticamente unas imágenes y que camina desorientada por un mundo un tanto loco y superficial.

Por eso, hoy más que nunca necesitamos unos cuantos “Rossellini” que, desde la honestidad e independencia, nos enseñen a mirar, a pensar, a vivir..., que se atrevan a proclamar el carácter formativo de las películas y programas audiovisuales, que no se conformen con la denuncia amarga y la crítica escéptica de quien está de vuelta de todo, y que alienten al espectador a recuperar la sana inocencia del niño que permanece presto a “aprender a ser hombre” –con palabras del propio director italiano– a partir de la misma vida.

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